La Cremà

La Cremà


       Como nunca, la atmósfera del ocaso predice un fin próximo. Se ribetearon de color carmesí las lejanas nubes, las que envían tonalidad siena al Museo de Bellas Artes, al Palau de la Música y al Planetario, que miran a poniente. En la Alameda y zonas limítrofes de la urbe se fueron concentrando autobuses de turistas, que llegan de cualquier parte de España para presenciar la inmolación de las fallas, aunque difícilmente se pueden contemplar los monumentos premiados o aquellos que como todos los años provocan polémica, tal es la muchedumbre que gira a su alrededor; una masa compacta de seres que camina despacio, aupándose para leer los carteles audaces y jocosos o para advertir ese detalle de un «ninot» en el que radica la clave de la escena. Se aprecia el deleite por apurar la fiesta, que embarga los sentidos.

 

Últimas horas del día de San José no hay actos programados y en los casales se reúnen falleros y amigos esperando la llegada de los pirotécnicos a los que se les encargó la «cremà»; los responsables de preparar con cohetes, carcasas, candelas y truenos el castillo que es prólogo de la hoguera y de cubrir con una red de tracas las figuras.

 

Cuando cae lentamente la noche, las pequeñas falleras y los niños de las comisiones infantiles acuden a su falla, la que les ilusionó durante un año, junto a la que se fotografiaron en diversas ocasiones, la que permanecerá en el vídeo familiar como imagen vinculada a una fecha y unas fiestas. Las fallas infantiles entre música y pólvora son el comienzo de la gran noche del fuego porque, a las diez, una hoguera –fulgor sobre fulgor– consumirá la escenografía preciosista, minuciosa, con alusión a historia y personajes de cuentos, produciendo un gran desencanto y más de una lágrima.

 

La «cremà» es sacrificio y exaltación. Se destruye el trabajo de largos meses –no valen los eufemismos–; se destruye como parte de un rito aceptado, que obliga a una futura superación. Los valencianos queman, ante el asombro del mundo, miles de figuras en las que se estudió forma y color para dotarlas de intencionalidad, de un sentido vital réplica del nuestro; se queman auténticos monumentos, como son las fallas de la sección especial, plaza del Ayuntamiento y algunas de la primera sección, igual que antiguamente ardían los trastos viejos, por el mágico imán de las hogueras.

 

A las 12 de la noche, en toda Valencia se disparan castillos próximos a las fallas y el fuego, si son de cartón, o una misteriosa nube negra, si se realizaron con poliuretano, las aniquila, las consume ante la fascinación que emociona al sentir el calor, el crujir de maderas y la lluvia de partículas brillantes. El espectáculo es sobrecogedor y grandioso; toda la ciudad queda envuelta en un ambiente telúrico rojo y gris; se acrecientan las lenguas de fuego desde calles y plazas a la vez que se proyectan constelaciones de carcasas entre música, exclamaciones y aplausos, a los que seguirá una pausa cuando los «ninots», caídos desde lo alto del pedestal sean brasas y rescoldos.

 

Distinguida por el honor del primer premio de todas las categorías, la falla que lo mereció, arderá más tarde entre un despliegue de fuegos de artificio inimaginable; y en este orden del «todavía más», seguirá por último la falla del Ayuntamiento, gigantesca, lujosa, impresionante. Es la noche en que la televisión asombra a España y a unos cuantos países europeos con tan indescriptible holocausto de creatividad plásticas. «¿Cómo es posible?» Se han buscado fáciles explicaciones, como la de condenar al fuego los vicios, desgracias y corrupciones que acontecen pero, quiérase o no, se queman las fallas porque han ido sustituyendo la ancestral fogata con que se recibía a la primavera. Y a nuestro pueblo no le importó acrecentar la participación de artistas, de artesanos, de gente esforzada en mantener una tradición que recreaba con trabajo, dotación económica y fantasía. Maravillar y maravillarse ante el arte efímero destinado al fuego fue su secreto; incineración gigantesca mientras en el cielo continúan los crisantemos de plata, los cohetes voladores, las luciérnagas doradas.

 

De madrugada se descubren pavesas, lumbres aquí y allá, como braseros antiguos de los que perfumaban con espliego y romero; y no falta el dulzainero romántico que entona una melodía. El silencio llega con la naciente mañana, cuando Valencia, tras un brevísimo letargo, despierta ante la poderosa luz.

 

En el asfalto hay nuevas cicatrices, pero no importa. Son huellas del delirio convertido en fuego; de nuestro fuego, de la «cremà».

 

Textos: M.ª Ángeles Arazo de su libro: 'Fallas, delirio mediterráneo"



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